Los primeros rayos de sol rasgaban el lienzo infinito allí donde la tierra y las nubes aún confundían sus tonalidades. Presagiaban un día de verano que a mi se me antojaba lleno de nuevas cosas por descubrir. Hoy mi padre me había prometido que me dejaría guiar la trilla.
Ya la luz jugaba con las sombras cuando llegamos al inconfundible chozo. La forma redondeada y su perfecta cubierta ovalada, diferente a todas las demás construcciones del pueblo, lo hacían inconfundible en mi infantil e ingenua mirada.
Mi padre abrió la pequeña puerta y una agradable oscuridad húmeda salió sin aviso a recibirnos. La sequedad del olor a la paja junto con el relente de la mañana inundó mi alborozado corazón. El nerviosismo por empezar cuanto antes no me dejaba estar quieto ni un segundo.
La paciencia y laboriosidad de mi padre tranquilizaba mi energía desbordante. Lo primero era extender la parva para que se fuera oreando del rocío de la noche. Después ya subido por fin en la trilla, las primeras vueltas fueron una toma de contacto, donde mi padre me corregía y enseñaba.
Yo giraba y giraba y me dejaba llevar por la monotonía de las mulas que pacientemente tiraban de mi imaginación.
Cuando el sol estaba ya en lo alto y el sudor me resbalaba juguetón por la frente y la nuca, paramos para almorzar.
Allí estaba el chozo al que acudíamos para protegernos del juicioso sol castigador de pleno mes de julio. La diferencia de temperatura ya se percibía aún estando fuera, cerquita de la entrada. Sentía el frescor sobre mis piernas desnudas. Un frescor que poco a poco se iba instalando en cada rinconcito de mi piel, serenando mi cansancio y recargando de nuevo mi entusiasmo.
Me gustaba sentarme en los bordes que servían de base a las paredes y que mi padre había acondicionado a modo de cómodos asientos. Allí mientras devoraba con gran placer y apetito el almuerzo que mi madre nos había preparado observaba ensimismado la construcción que apaciblemente nos acogía. El pozo, de donde habíamos sacado el agua el día anterior para preparar la era con el cantón, se situaba justo en el centro. Alrededor multitud de aperos: trillas, horquillos de palo, viergas, raidores, palas de madera, escobas, espuertas de esparto, sacos y costales, ataderos y pitas, se distribuían de forma que mi padre sabía exactamente donde se encontraba cada uno. No le faltaba de nada. Lo que más me sorprendía y admiraba era cuando miraba hacia la bóveda del techo, no entendía como se podía sujetar sin ninguna columna o muro en que apoyarse. Mi padre me contó como su padre, mi abuelo, lo había ido construyendo poco a poco con lanchas de piedra y barro. Me embelesaba con las pequeñas rendijas que perfectamente alineadas frente a la puerta trazaban pequeños rayos de luz donde unas moscas pegajosas revoleteaban dibujando piruetas imposibles. Yo imaginaba que estupendamente podría vivir en un lugar como aquel y mi fantasía empezaba a jugar con aventuras fabulosas donde yo por supuesto era el protagonista de todas.
Noté una apacible mano sobre mi hombro, abrí los ojos y comprendí que tras el almuerzo, el madrugón y el cansancio me había quedado dormido. Mi padre me mandó con un pretexto que llevara un recado a mi madre que se encontraba en nuestra casa.
Supongo que él comprendió que por hoy ya había tenido bastante.
Luego vendrían otros veranos, otros días de julio, otros instantes en los que tal vez yo también acudiría al chozo con mi hijo, probablemente para explicarle el porqué de esa original construcción, los agradables ratos que allí viví con su abuelo. Los recuerdos que como regueros escudriñan el pasado.
Y posiblemente después mi hijo sueñe con aventuras imposibles de tiempos pasados. Donde la trilla sea un veloz artilugio que te traslade a lugares desconocidos, donde la era se transforme en un planeta inhóspito por descubrir, donde el chozo se convierta en un fantástico castillo encantado lleno de misterios. Donde la imaginación juegue con la memoria en una fantasía, que alguna vez, fue realidad...